Falsearé la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Falsearé
la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Pedro Casariego Córdoba

Artículo de Luisa Castro

ABC,  Tribuna abierta, miércoles 10 de febrero de 1993

Conocí a Pedro Casariego hace dos años en una fiesta. Le recordaré siempre como ese primer día, muy distinto a todos y muy atractivo. Una belleza que le venía de dentro, una presencia física peculiar e indescriptible. Fuimos presentados como poetas. Cuando pasa eso lo siguiente es el bochorno o el aburrimiento. Con Pedro no lo fue porque Pedro era un poeta de verdad. Pedro es una de esas pocas personas con las que he tenido el lujo de entenderme y, es curioso, por las cosas que él decía parecía estar a años luz de lo que a mí me preocupaba y, en cambio, ponía una atención extrema en todo cuanto oía. Tengo la impresión de que el mundo, a Pedro, le venía estrecho. Y que por mucho empeño que pusiera en seguirlo, el mundo era lento a su lado, él caminaba con mucha ventaja y su hastío, si lo fue, no fue el de quien persigue algo sin alcanzarlo, sino al contrario, Pedro, para mantenerse anivelado a los demás, tenía que mirar atrás continuamente y continuamente esperar a que los otros le alcanzaran. Yo tengo la impresión de que Pedro caminó en ese sentido por conocimiento, porque le llegó la hora de aprender mucho antes lo que nos llega a todos mucho después. Cuando se produce una pérdida tan grande también se producen miles de interpretaciones. Algunas personas han interpretado todo esto como una salida ante el cansancio de buscar respuestas y no encontrarlas. A mí me parece que a Pedro le pasaba exactamente lo contrario: lo que hay que aprender aquí ya lo sabía.

Aunque está con quienes le conocimos más que nunca y desde dentro de nosotros, nos transmite una tranquilidad asombrosa ante todo lo insustancial, marginal e indiferente de este mundo, todavía no ha pasado el tiempo necesario para que asumamos su experiencia, una experiencia que solo le pertenece a él y que respeto con toda mi admiración. Yo me siento orgullosa de haberle conocido, me siento tranquila, fuerte y alegre y orgullosa de él. No se puede estar en todas las partes al mismo tiempo. Yo me alegro de que me haya tocado esta parte de mundo donde ha vivido Pedro, y de haber oído su voz.

No le preocupaba nada la fama literaria y tenía muy claro lo que quería hacer. Su poesía nacía de una asunción completa y ritual de la palabra, de una conciencia radical de la vida. A algunos todo esto les sonará dramático y terrible. Pero Pedro no era así en absoluto, era agradable estar con él, era una alegría encontrarle. No era superficial; siempre era él, no su imagen. Yo creo que ha actuado siempre en su vida guiado por el único y más loable timón que debe conducir a un artista: por conocimiento. Para quienes no le conocían, su acto puede parecer desmesurado y, seguramente, equiparable a cualquier otro suicidio. No es así. Pedro, a mí, siempre que nos vimos, me transmitió serenidad, tranquilidad, una madurez muy superior, y una falta tan grande de estupidez, frivolidad, grosería o tontería que le hacía deseable, admirable y envidiable, pero no desde un podio, desde luego, sino muy con los pies en la tierra. Pedro era grande, no era pequeño. Pedro era fuerte, no era débil. Pedro es un escritor que empezó desde lo más alto y que ha conseguido con sus versos lo que muy pocos consiguen en una larga vida.

Me acuerdo que una vez Pedro me dijo que no le interesaba nada la poesía de la madurez. Lo decía sin furia, con absoluto convencimiento. La poesía que a él le interesaba había de nacer del poder y no de la destreza, de la inspiración y no de la habilidad, de la entrega y no de la caza. Así que su poesía ni es mística ni anda buscando la comunión con el todo, sino que ha renunciado a muchas cosas, es humana, es precisa, es tremendamente arrebatadora e íntegra y profunda y poderosa. Su falta me ha provocado miles de sentimientos y domina la tristeza, pero también me ha dado fuerza, una fuerza muy grande al ver cómo su escritura se prolonga dentro de cada uno de nosotros, y como sigue vivo. Cada verso suyo me parece inagotable, insondable. Con los tres libros que ha escrito hay para muchas vidas. Y por otra parte, Pedro tiene toda la razón: para qué más, cuántas veces la madurez no es más que podredumbre. Y la lucidez, casi siempre, algo irreversible, algo que a veces hace desear «el reino de las luciérnagas y los sustos», como escribió Pedro, ese reino por el que sólo se orientan los que no ven. Pero cuando se ha perdido la ceguera, cuando se ha dejado de no ver, Vanderbilt, la ceguera es ya imposible de recuperar y todo es luz.

Es un privilegio haber estado cerca de él. Su vida es de una belleza infinita, una obra de arte que, como su poesía y su pintura, como todo lo que engrandece y alegra, mueve y moverá el mundo. Pedro me ha enseñado que la vida y la muerte es lo mismo, que ambas pueden ser igual de bellas o igual de despreciables, que el miedo no existe, y la soledad, tampoco; que sólo existen los demás en uno mismo, y uno mismo, en los demás. Y que nada es más importante que hacer aquello que uno cree que debe hacer, con toda la valentía y con todo el amor. Aunque me hubiera gustado volver a verle, desde muy adentro lo aplaudo. Pedro, para mí, es un artista que se ha estado entrenando toda su vida en su arte y en su ejercicio y que acaba de descubrir que la perfección existe, que la libertad es posible. Le imagino como un músico o un bailarín que ejecuta su música y su danza por primera vez tal y como la siente y la piensa, con esa precisión y esa exactitud entre el objeto y el deseo sólo alcanzable por los mejores, y le imagino experimentando una satisfacción que me transmite, una tranquilidad y una plenitud que no tiene nada que ver con la euforia del éxito, esa palabra que significa salida y que para Pedro no significaba nada, pues para Pedro y para todo artista la obra no es cuestión de éxito ni de salida, sino todo lo contrario, de entrada, de llegada. Pedro me llega y su obra me llega, me entra, y yo creo que él ha entrado por una puerta a partir de la cual empieza el camino, no termina. Cuando se ha dado con el objeto del deseo, cuando el bailarín, el músico, el pintor, el escritor, el hombre ve que su ejercicio es posible y es exactamente lo que desea, entonces es cuando empieza el aprendizaje y la seguridad de que ya se ha terminado la fase de los errores y comienza el perfeccionamiento, porque ya se sabe hacia donde se camina, ya se sabe lo que se quiere y, sobre todo, ya se ha demostrado que lo que se quiere es posible y se puede hacer.

Es muy difícil que la gente sin sensibilidad, la gente con menos inteligencia, los menos humildes y los menos preparados para aprender reconozcan en la obra de Pedro algo grande. Su forma completamente libre de componer el mundo le separa radicalmente de la mediocridad. Es esto lo que los seres profundamente limitados son incapaces de tolerar. Adonde está Pedro es difícil llegar. Siempre tuvo mi admiración y mi respeto y la de muchos de su generación. A mí me gustaría tener la suya. Esto nos diferencia.

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