Falsearé la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Falsearé
la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

El mito de
Pedro Casariego Córdoba

Artículo de Diego Doncel

ABC Cultural, 21/05/2022

Terminó pronto su vida, tenía la mente destrozada por el miedo a la locura y sabía que no encontraría nunca los límites de sí mismo por mucho que recorriera interiormente todos los caminos. Vivió ajeno al mundo, silenciado e incomprendido por su tiempo, y pasó entre nosotros veloz y luminoso como una estrella que apenas pudimos ver unos minutos en el cielo. La mañana del 8 de enero de 1993 no pudo más, salió de su casa de Aravaca y se arrojó a las vías. Dejó dos notas de despedida, una hija tan amada de un año y los restos de un matrimonio. Cuando todas las historias de la literatura y los horribles libros de texto se pudran en las trastiendas de todos los rastros, Pedro Casariego seguirá siendo el gran poeta de un siglo que con él nos estaba diciendo adiós. Fue tan austero que ni siquiera quiso dejarnos una biografía. Lo que sucedió entre su nacimiento y su muerte puede resumirse en aquella frase de Dostoievski: fue un espíritu elevado que no dejó nunca de atormentarse.

APASIONADO. A punto siempre de la indigencia sentimental, vivió una historia de amor con Ana Ruiz de la Prada como un apasionado que experimentó los límites de su pasión. En el apartamento de la calle Zurbano, en la finca cercana a Guadalajara y en Polop de la Marina, se vio perturbado finalmente por el dolor y tuvo que abandonarlo todo para refugiarse en la habitación que había ocupado desde niño. Cuando nació su hija Julieta se hundió en su más difícil paradoja: sintió cómo el cariño más grande lo cegaba y cómo era tan débil que algo dentro se le volvía extremadamente peligroso. Fue un ser demasiado puro para aceptar los rigores de la vida, y como Hólderlin y como Kleist amaba demasiado la inmensidad para verse reducido a un esquema.

Temía el tiempo y los estragos del tiempo y por eso nunca quiso envejecer. La vejez para él significaba una humillación. Vivir más allá de la edad de Cristo, traspasar los años de la vida de Van Gogh decía que era atentar contra el curso de las cosas. Se desconocía qué buscaba, pero en sus momentos de crisis caminaba sin descanso horas y horas, kilómetros y kilómetros hasta perderse, hasta desaparecer. No se sabía si iba al encuentro de su yo o huía de él, o si, como dijo Borges, al emprender aquellos viajes solitarios solo daba vueltas sobre sí mismo. Estuvo siempre esencialmente solo. Cuando Madrid era una fiesta, paseaba su soledad de camisa azul celeste, pantalón color mahón y botas de baloncesto por los bares de la Movida, sin amigos, sin otra compañía que el tabaco y las conversaciones furtivas. Bullían demasiadas cosas dentro de él para adaptarse a los ritos de la normalidad.

CIUDADES SOMBRÍAS. Fue el poeta de la incomunicación y de las encrucijadas de las identidades personales. Creó una y otra vez su rostro en múltiples personajes que vagaban por ciudades sombrías. Escribió poemas encadenados donde más allá del aliento narrativo, de la imaginación, proponía una desasosegada confesión. Pensaba que el hombre era la obra imperfecta de un Dios terrible, y en los momentos en que le faltaba la razón, en que se defendía con nocturnos rituales y manías extrañas, advertía cómo el juego de ese Dios se le hacía insoportable. Veía entonces la locura dentro de él y no encontraba el camino por el que regresar. Se encerraba en su habitación o se encaramaba al tejado para infinitas contemplaciones. Sentía la poesía dentro de su cuerpo, en las células, en las venas, en los huesos, como un movimiento que había prescindido de la palabra, como esos peces azules que recorrían sus adentros. Tenía el espíritu de un místico. Lo ingresaron en la planta de psiquiatría del Hospital Puerta de Hierro para enseñarle a vivir con todo aquello, pero era demasiado inmenso.

SU PROPIO SILENCIO. Fue un poeta tan original como no hubo otro entre nosotros, también el más fugaz y el más desprendido. Nunca hizo nada por publicar sus libros. En un espíritu como el suyo, que veía la realidad como una insuficiencia, prefirió su propio silencio antes que ceder a los hábitos sociales para los que no estaba hecho: llamar a puertas, pedir favores. Solo Gonzalo Armero, José Luis Gallero, Jacobo Siruela y ese círculo de hermanos y de íntimos comprendieron hasta qué punto había en sus palabras un mundo extraño que necesitaba hacerse público, que necesitaba formar parte de los lectores de poesía, un mundo de seres a la deriva, de relatos poéticos fragmentados que nos buscaban a nosotros.

Dejó de escribir, se suicidó como poeta porque tuvo la honestidad de reconocer que ya lo había dicho todo y quiso seguir iluminando el mundo con el color de su pintura. En las noches de su habitación de Aravaca estaba naciendo, sin embargo, la leyenda de Pedro Casariego Córdoba (Pe Cas Cor), la memoria de su biografía sin biografía y de sus poemas, porque como dijo Maupassant nuestra memoria es mucho más perfecta que la perfección del universo: le devuelve la vida al que ya se ha ido. Esa memoria de los lectores no ha dejado de recordar sus libros, de crear su mito y de llorar todo el dolor que este hombre tuvo que padecer.

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