Unas palabras insuficientes para Pedro Casariego Córdoba
Prólogo de Ángel González
Prólogo del libro Poemas encadenados, 1977-1987
Pedro Casariego Córdoba es un artista intrigante y misterioso, yo diría que sin par en la literatura española de su tiempo. Ha escrito poemas, narraciones, diálogos dramáticos, ensayos, y otros textos que son todo eso en una sola pieza, y en ningún momento se atuvo a los modos y las modas que caracterizaron el trabajo de sus contemporáneos. ¿Afán de originalidad? No lo creo. Más bien me inclino a pensar que su incuestionable originalidad no es algo buscado, sino un hecho que se deriva espontáneamente de una actitud ante la escritura que, en el panorama de la literatura española de finales del siglo XX, no comparte con nadie. Es la suya una posición «rara«, y no sólo por única, sino también por paradójica.
Para empezar, se trata de un autor que, pese a haber dedicado a la escritura quince años (más o menos) de su corta vida, declara creer únicamente en el artista interior, secreto. Cuando dice que «no se escribe una obra literaria; se incurre en una obra literaria«, nos está indicando que, en su opinión, escribir equivale a cometer una falta o un fraude. Él piensa, en consecuencia, que «el verdadero artista no condesciende jamás a engendrar un libro, una música, un cuadro». Estas declaraciones suponen la descalificación o la puesta en cuarentena de toda la literatura escrita, ¿incluida la suya propia?
En cualquier caso, de manera muy poco consecuente con sus ideas, Pedro Casariego «incurrió» reiteradamente –por fortuna– en la práctica de la literatura. Y creo que eso fue así porque no pudo evitarlo, porque su necesidad de expresarse y su impulso creativo debían de ser irreprimibles, mucho más fuertes que sus discutibles teorías acerca de la degradación del artista que se manifiesta o exterioriza como tal.
Pero, con independencia de las presiones íntimas que lo impulsaban a crear, si, vulnerando los principios por él mismo establecidos, «condescendió» a engendrar libros (y cuadros), fue probablemente porque no se planteó hacer «arte», o al menos el arte convencional e institucionalizado que la sociedad consagra y glorifica. Es el arte aceptado como un hecho social prestigioso el que le produce desconfianza y en el que no quiere participar, según se desprende de su manifiesta preferencia por «el artista que no hace lo que denominamos obra de arte».
De esas palabras se pueden deducir dos cosas: primera, que «lo que denominamos obra de arte» tal vez no lo sea; y segunda, que existe la posibilidad de que el artista haga algo que no coincida con lo que suele considerarse «obra de arte». Ese es el reto al que se enfrentó Pedro Casariego: hacer una literatura que tradujese directamente y con la máxima fidelidad el mundo interior del «artista secreto», soslayando las servidumbres, normas, artificios y exigencias que requiere la pretensión de elaborar lo que la gente llama «arte».
Para ello, Pedro Casariego Córdoba apeló a recursos ya explorados en su día por la vanguardia, no porque él fuera vanguardista en sentido estricto del término, sino porque esos procedimientos, calificados ordinariamente de irracionales, le eran útiles para lograr lo que se proponía. La escritura automática, a la que parecen obedecer bastantes pasajes de su obra, dejaba toda la iniciativa al «artista interior», que podía manifestarse libre y espontáneamente sin la mediatización del «literato». Los caligramas, en los que la palabra no es sólo un signo lingüístico, anticipaban la presencia del pintor que acabaría siendo. Y las imágenes grotescas o absurdas, las aporías y los frecuentes chistes pueden deberse al intento de sacar su obra de poeta del enrarecido y artificioso ámbito en el que muchos confinan lo «lírico»; a veces, el poeta Pedro Casariego Córdoba parece comportarse como el jugador que rompe la baraja cuando no le interesa apostar en la partida que otros juegan.
El resultado de ese conglomerado de procedimientos es una especie de «antiliteratura», en cuanto a que no responde a las espectativas del lector que tiene unas ideas previas –y muy limitadas– de lo que debe ser un poema, o un relato, o una pieza teatral.
Aunque, movido acaso por su altísimo nivel de autoexigencia, interrumpió antes de tiempo su trabajo de escritor –hubo más cosas que Pedro Casariego interrumpió prematuramente por voluntad propia, incluso la vida–, tengo la impresión de que la obra que dejó es un conjunto acabado y coherente, organizado en torno a un constante núcleo de obsesiones derivadas en parte del «ansia de infinito» que él reconoce sentir, pese a saber que se trata de una aspiración irrealizable. El resultado de esa ambición imposible es la conciencia del fracaso, la decepción, la insatisfacción permanente. «¡Llevamos la semilla de la insatisfacción…!», dice en el citado Manifiesto, delatando la estirpe romántica de su inconformismo, estirpe que se advierte también en su obsesiva atención al «yo», al que en último término hacen referencia todos sus escritos.
La literatura de Pedro Casariego es decididamente confesional; no cuenta el argumento de su vida –algo que oculta con mucho cuidado–, pero sí expone con transparente sinceridad su atormentada intimidad y las carencias que lo aquejan: la soledad, la incomunicación, la incertidumbre, la búsqueda difícil del amor. Pero no deja de ser otra vez paradójico que quien así se comporta sea también el autor de los siguientes versos: «me desprecio a mí mismo / cuando hablo tanto de mí, / porque yo desprecio a los que se desnudan».
Por eso, por un prurito de pudor, para exhibir su intimidad Pedro Casariego Córdoba toma todo tipo de precauciones, y transfiere sus tribulaciones particulares a personajes ficticios que son los encargados de exponerlas y representarlas, de «escenificarlas»: Mallick encerrado en su celda de eremita, el condenado a muerte recluido en su prisión (La cicatriz), los seres nonatos confinados en el claustro materno (Shahn)…, todos son exponentes de su atormentado «yo». Cuando el poeta se expresa (o nos parece que se expresa) en nombre propio, impide con chistes o disquisiciones disparatadas la posibilidad de reconocer su rostro, que por otra parte nunca vemos pues su rostro es, como él nos advierte, «un antifaz, …una máscara». Para desnudarse, Pedro Casariego se cubre con mucho cuidado, paradoja que Mallick formula con estas palabras: «estoy completamente desnudo / aunque un uniforme de dril cubre todo mi cuerpo».
Ya Francisco Umbral había señalado «la timidez y la sabiduría [que hay] en su manera de no hablar de él sin hablar de otra cosa». Esa peculiar manera de no hablar de él, o de aparentar que no habla de él, incluso de fingir que ni siquiera habla él (en la introducción a Mallick leemos este aviso que deja la autoría del libro en la más absoluta indeterminación: «Resulta triste decirlo, sobre todo para el autor, pero el autor de este libro no es su verdadero autor») le permite a Pedro Casariego tratar con distancia sus problemas y conjurar los peligros del patetismo, de la autocompasión y del sentimentalismo desmedido, amenazas que gravitan siempre sobre toda la literatura confesional, especialmente cuando lo que se confiesa es una verdad honda y dolorosa: una verdad esencialmente «suya», pero que todos podemos asumir y compartir, pues los males que a él le aquejan, aunque en pocos casos vividos con tanta extremosidad, son tristes atributos de la condición humana que todos sufrimos con más o menos rigor.
Lo que he dicho hasta ahora no son más que conjeturas, de cuya oportunidad soy el primero en dudar; conjeturas también insuficientes para explicar una obra literaria tan insólita como compleja. La literatura de Pedro Casariego, oscilando entre el humor y la gravedad, impúdica y recatada, que oculta tanto como revela y se afirma negándose a sí misma, conservará siempre un fondo secreto inasible, que se resiste a cualquier intento de racionalización. Tampoco es necesario; a los lectores nos basta con abandonarnos al extraño encanto que desprende ese discurso en gran medida inefable para aprehender intuitivamente lo que en su fondo secreto está sugerido y no dicho.
Una observación final, que creo que es algo más que una conjetura. Pedro Casariego Córdoba, que cultivó a su personalísima manera todos los géneros literarios, es ante todo poeta: un espléndido poeta que también parece querer ocultarse, pero que se delata en las rachas de intenso y admirable lirismo que iluminan sus versos y sus prosas.
