Un joven de avanzada edad
Prólogo de Martín Casariego
Prólogo de la edición de 2013 de El Hidroavión de K.
Pedro escribió El hidroavión de K. en 1978, cuando él tenía veintitrés años y yo dieciséis, pero no se publicaría completo hasta 1994, póstumamente, en Ave del Paraíso. Lo definió como un «poema épico-lírico del mundo futuro». Antes de que estuviera terminado leí algunas hojas sueltas (cada poema numerado ocupaba una página). Algunas las desechó, y me gustaría poder recuperarlas, pero Pedro, que aspiraba a una suerte de pureza, de condensación, las destruyó. Quería una poesía sin adherencias, poliédrica y a la vez concentrada como un caramelo de fresa de bencedrina. Y por eso la longitud de sus libros de poemas encadenados es engañosa, pues hay que leerlos –al menos así me lo parece a mí– en pequeñas dosis, paladeándolos.
En El hidroavión de K. aparecen casi todas las claves y símbolos de su poesía, de sus preocupaciones vitales y creativas. El juego con el lenguaje y con el lector, el tiempo, el color azul, Dios, el humor y las dudas sobre quién es el verdadero autor (a veces impotente, a veces omnipotente). El propio y sugerente título forma parte de ese juego de equívocos, pues no es –y sí es– exactamente el del libro que nosotros leemos, sino el del libro que el escritor exitoso y plagiario no ha entregado a tiempo a su editor.
Se nos muestra un mundo futuro y fantástico que es en realidad un mundo presente y muy real, en el que se persiguen no las drogas, sino las ideas, y en el que el discurso de los políticos está constituido por eslóganes publicitarios. Todo contribuye a edulcorar –más con sacarina que con azúcar– y enmascarar la realidad (las frases huecas, los estupefacientes, el cine, los maquillajes como manchas de pintura, la propia publicidad, por supuesto), como si la vida no fuera más que un gigantesco anuncio, pero lo hace con tal eficacia que esa suplantación se convierte en la realidad misma. Y no es casualidad que los nombres de las estaciones del BART, el entonces ultramoderno metro de San Francisco, se cambien, para que tengan un significado nuevo. Creo que Pedro (si es que Pedro es el auténtico autor de El hidroavión de K.) es el culpable de que siempre me haga un lío con el verdadero nombre de las maletas Samsonite.
En esta subversión, en este mundo ambiguo y lleno de contradicciones, encontraremos jóvenes de edad avanzada y botellas boquiabiertas de agua mineral Terrier que beben lluvia. En esa búsqueda de expresividad y originalidad (la poesía de Pedro la encuentra, lo que no quiere decir que no tenga parentescos: releyéndolo me vienen a la cabeza, por ejemplo, Boris Vian y Robbe-Grillet) llueve lluvia. Imagino a Pedro harto de que lluevan aplausos, improperios, golpes o goles, y queriendo restituir al desgastado lenguaje su pureza primigenia.
Ésta es, por otra parte, una historia de amor triste y delicada, con un personaje femenino bellísimo, aunque apenas dibujado (ése es el prodigio: lo desarrolla el lector), y del que yo he estado enamorado; una historia que cobra toda su fuerza y melancolía en los últimos cinco versos, en los que se dice tantísimo sin apenas decir nada, por el simple método ya señalado de restituir al lenguaje su esencia original, un milagro poético que es el digno colofón de este poema limpio, ambiguo, puro y sencillamente genial.
Ya no soy el hermano adolescente que leía –y era leído– con un exagerado respeto, casi reverencial, lo que escribía su hermano mayor. Pero ahora, lejanos ya aquellos días, aprecio aún más la poesía de Pedro, su exactitud y su valentía, sus fogonazos, su estructura pensadísima y su afán de búsqueda. Y no veo mejor sitio para publicarla que esta colección tan exquisita y cuidada, que es en sí misma una prueba de que el libro en papel jamás desaparecerá, porque es insustituible.
Estoy seguro de que también a Pedro le habría encantado ver El hidroavión de K. editado de esta manera.
