Hombre zurdo que dice adiós
Texto de Martín Casariego
Este es el último cuadro de Pe Cas Cor. Al verlo, pensé que era una especie de testamento, de adiós: interpreté el brazo alzado como un ademán de despedida. Creí que los pegotes rojos (algunos, vagamente semejantes a tortugas, otros a ovillos de lana con gruesas agujas cruzadas) eran estrellas, y que el fondo representaba la inmensidad del cielo azul, de ese universo que nos contiene y del que participamos. Me figuraba que aquel hombre –que no podía ser otro que mi hermano– se despedía de nosotros porque poco después de finalizar el cuadro iba a fundirse con el todo o con la nada: por ello, porque el desenlace se hallaba ya tan próximo, estaba constituido por materia azul y roja, idéntica a la que formaba el cielo y los astros. Cuando, más tarde, supe el título, pensé cuán erradas eran mis suposiciones, sin duda mucho más lógicas que la realidad: Pastor zurdo con su rebaño de insectos.
Pero, quizás, lucubraciones y título no estuvieran tan reñidos. El que sea zurdo no contradice, obviamente, el que se esté despidiendo. Por el contrario, apoya la idea de que, efectivamente, está haciendo algo con la mano izquierda. El fondo continúa siendo el cielo: sin duda, se trata de insectos voladores. ¿Y si fueran luciérnagas, insectos-estrellas? Aunque, desde luego, lo que no hay es insectos de cuatro patas. Pero, ¿qué más da? Bien mirado, esos pegotes rojos distan tanto de ser estrellas como insectos: son lo que el pintor quiere que sean, fuera de todo análisis pretendidamente racional; al menos, si logra convencernos.
Pe Cas Cor sabía muy bien que la lógica nada tiene que ver con el arte, la pintura o la poesía. El arte es sobre todo desorden, sentimiento, pasión, capacidad de herir, o de acariciar. Aunque existan profesores de matemáticas que sollocen ante un encerado, conmovidos por la implacable belleza del teorema que acaban de explicar, lo bello es inexpresable: esos profesores no sabrían explicar su llanto. Es por ello que la pintura y la música nos pueden llegar tan hondo sin recurrir a las palabras, y la belleza de la poesía, más que en lo que dice –o no sólo en lo que dice–, radica en las misteriosas relaciones que establece entre las palabras: por eso sus posibilidades, sus combinaciones, son infinitas. La pintura y la poesía son, sobre todo, un asunto de corazón, no de cabeza, como el amor. No me des un beso inteligente, no quiero un beso cruel. Pe Cas Cor supo –sintió– esto desde el comienzo, tanto en la poesía como en la pintura. Por ello, no hay reglas en su arte: hay intuición y decisión, aunque después –en sus textos, no en sus lienzos– haya un riguroso y exhaustivo proceso de elaboración, un profundísimo conocimiento del lenguaje. Y desde luego, no hay pudor, sino desvergüenza. Es decir: libertad. Wataksi / deliro / estoy delirando / un lirio tras otro. ¿Pero qué es la libertad, sino un deseo de escapar? ¿Quién usaría o añoraría la libertad, si estuviera a gusto en una celda? O de otro modo: ¿qué es la libertad, sin el dolor? Seguramente, esos dos sean los principales motores del arte de Pe Cas Cor y de todo verdadero arte: la libertad y el dolor, el azul y el rojo, el desnudo y la soledad. Cálida Wataksi / no tengo tabaco / y no te tengo a ti / estoy completamente desnudo / aunque un uniforme de dril cubre todo mi cuerpo / estoy completamente desnudo. Esta falta de reglas puede dificultar la comunicación con los otros (y opino que el arte moderno es sobre todo deseo de expresarse, más que de expresar), pero al mismo tiempo es la que puede otorgar individualidad, extrañeza, personalidad, en suma, valor, a una obra. Es decir, si no hay otros que comprendan, no es arte. Pero si carece de personalidad, tampoco lo es. Si la obra de Pe Cas Cor ha recibido –o recibe– encontrados juicios, mejor que mejor: es la prueba de que se encuentra en esa encrucijada, de que está deslizándose / por una pendiente de pájaros nevados.
Cien es un número racional, con el que, en parte, pretendemos ordenar nuestra inexplicable existencia. Trece es un número irracional, con el que pretendemos justificar, en ocasiones, la mala suerte. Ciento trece son los dolores del parto, esa mezcla de sufrimiento y felicidad, de fuerza y extenuación, de principio y fin, de viaje y encuentro, de arte, en resumen. Y este último cuadro hace el 113 de la producción pictórica de Pe Cas Cor.
Parsimonia. Tranquilidad. Calma. Paz. Sosiego. Recogimiento… ¿Por qué no venden esas cosas en la primera planta de El Corte Inglés? Ese desamparo, esa angustia, esa atormentadora inquietud que a menudo le asaltaba y que se traducía en una necesidad de crear, de subvertir reglas o, mejor, de ignorarlas, tenía un responsable: Dios, un Dios que también ha creado el sufrimiento, y que disfruta con su obra. Mi angustia / es el eco / de la risa de Dios. Un Dios injusto. Dios castiga y perdona porque sí: / puede que me ame / más que a los que le aman. Hay en parte de su poesía un profundo sentimiento religioso, del que su pintura suele carecer. Y si digo suele, es por que este cuadro tiene otro posible –y bastante evidente, conocido el título– significado: el Creador y sus criaturas, el Verdadero Artista (y ya se sabe que el arte y las buenas intenciones hollan senderos distintos) y sus dependientes y frágiles obritas de arte, contra el fondo de Su Inmensa Eternidad. Un Dios poderoso, y no demasiado amable, con una cara roja y terrible, como la del sacerdote pecador La Croix-Jugan, un Dios zurdo y arbitrario ante el que más nos valdrá el favor del azar que las pruebas de nuestros actos, y que alza la mano, para reclamarnos. Un Dios rojo en un universo azul. Y frente al Dios-Luz, el Dios-Oscuridad. Porque es evidente que es de noche.
Pero si he hablado del dolor y la libertad como la sangre del arte, también es cierto que un tercer elemento, opuesto al primero, recorre sus venas: el placer, la alegría, el humor, o el optimismo. Te quiero porque eres un cerezo sonriendo / te quiero porque también sonreirás / cuando el viento del tiempo te despoje de tus flores. Esta ambivalencia, no presente en la obra de algunos artistas, sí lo está en los textos y en las pinturas de Pe Cas Cor, el color, la ternura, la felicidad, frente al dolor, la tortura, la fatalidad. Y esto es lo que, definitivamente, hace que su obra resulte tan conmovedora y atractiva, una obra que es un reflejo de su espíritu, por lo que pintura y poesía, dibujo y texto, son inseparables.
Pe Cas Cor murió con 37 años. Cada vez me convenzo más de que eso es irrelevante, y de que vivió lo suficiente. Es cierto que con él se han ido miles de imágenes –visuales y literarias– que ya nunca existirán, pero también lo es que hubo muchísimas otras a las que él dio vida y color. Es cierto que ya no podremos abrazarnos, ni hablar con él, pero también lo es que compartimos muchas cosas y que nos forjamos los unos a los otros. Miro mi fotografía en el carné de identidad, y me pregunto, ¿cuánto he vivido? ¿Quién podría decirme a cuántos años de mi vida corresponderían esos 37 de la suya? Nadie lo sabe, y por eso nadie puede decir si Pe Cas Cor murió joven o viejo. Nadie sabe los años que tiene, nadie conoce su verdadera edad, todos mentimos cuando decimos: «Tengo 32 años y soy ingeniero».
Y ese hombre que reclama nuestra atención… ¿Será de mediana edad? ¿Envejecerá, como Marie?, envejeces / Marie / se despintan tus cabellos / envejeces / Marie / por los siglos de los siglos / abandóname. ¿O tendrá más bien, como ahora me figuro, una Edad Eterna? Y si acudiera a su llamada… ¿Me clavaría una afilada daga de plata con empuñadura de marfil, me atravesaría el cuello con la delicadeza de un alfiler? ¿Me ofrecería un regalo? Porque no sé si en la mano que no enseña oculta un puñal o una caja de bombones. ¿Me traspasaría el corazón con un florete envenenado? ¡Vuelve, romanticismo, vuelve! ¡Tengo una gran caja de bombones para ti! Ni siquiera sé si es tuerto o si me está guiñando un ojo. Si me metiera en el cuadro… ¿Me abrazaría, su barbilla sobre mi hombro? ¿Me revelaría el terrible secreto que con tanto celo ha guardado hasta ahora? Porque sospecho que el hombre del cuadro sabe mucho más que yo. Si me meto en el cuadro, me contará la historia de mi vida, o puede que la de la suya. Y yo, que soy cobarde, no quiero saberla: porque yo sólo sé que no quiero saber.
Doy por finalizado el texto, y lo releo, y me pregunto: ¿Estaré delirando? ¿Habré estado delirando durante estas horas un lirio tras otro? Esto ya no lo podré hablar con Pe Cas Cor, pero sí con Wataksi, Mallick, Marie, Van Horne, Schneider, Paivarinta, o con sus múltiples dibujos y cuadros, y sospecho que me dirán que delirar un lirio tras otro es nuestra única salvación, que un lirio tras otro…
¡Pide un deseo y se te concederá! ¡Chilla, grita, salta, pide un deseo! ¡Ha pasado rauda una estrella fugaz! ¡Es tan veloz que ya salió del cuadro! ¡Brinca, ríe, corre, no te quedes quieto ni un segundo más! ¡Mientras yo la apunte con la mano, tú tendrás una oportunidad! ¡Ha pasado una exhalación! ¡Pide un deseo y se te concederá! ¡Ha dibujado en el aire una línea de fuego una estrella fugaz! ¡No te acerques demasiado a ella, porque te puedes quemar! ¡Pronuncia el nombre de la mujer a la que amas, di el de la isla en la que te gustaría reposar! ¡La fruta cuyo sabor siempre querrías llevar! ¡Date prisa! ¡Cuando baje el brazo, la estrella habrá muerto ya! ¡Mueren muy rápido, las estrellas! Y las estelas que dejan… ¡Las estelas que dejan, no se pueden tocar!
