Falsearé la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Falsearé
la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Pe Cas Cor

Artículo de Martín Casariego

Diario 16-Culturas, 26 de junio de 1993, p. 10

Era alto y decididamente delgado, los pómulos marcados, las facciones correctísimas, frugal en la comida y abstemio en la bebida, fumador de tabaco, la frente despejada, muy blanco de piel, la vista corregida por gafas de cristales redondos. Jamás se exponía al sol, odiaba el calor y le angustiaba la sequía. Sin embargo, desde diez o quince años antes de su muerte no se bañaba en el mar o en una piscina, pues no soportaba mojarse la cabeza si no era en la ducha. Aguantaba el frío hasta extremos increíbles, y excepto la chaqueta, usaba la misma ropa, siempre azul, en verano y en invierno. Su miopía fue causa de que le declararan inútil para el servicio militar, calificación que encontró indignante y vejatoria, por lo que intentó, sin conseguirlo, ser aceptado como voluntario. Jugando al fútbol era zurdo. Escribía y pintaba, en cambio, con la diestra. Su conocimiento del español era profundísimo, pues además de poseer una extraordinaria memoria leyó mucho y bien, y su facilidad para el dibujo y la pintura, asombrosa. En ambas artes su mejor arma era la audacia y la absoluta falta de miedo a quedarse en medio de un océano sin viento y sin alimentos, ya que eran otros los miedos que lo acosaban. Sufrió, en efecto, hasta límites difíciles no ya de experimentar, sino de imaginar, cuando en apariencia todo le favorecía. Como resultado, su visión de la vida era ascética y radical: despreciaba así todo lo superfluo, pues sabía que lo único que importa realmente es alcanzar una paz interior de la que él carecía. Estos sentimientos son fáciles de rastrear en muchos de sus tempranos poemas y en muchos de sus tardíos lienzos, pero también otros opuestos, reflejo, igualmente, de su contradictoria personalidad: así el colorido y la alegría, la ternura y el sentido del humor, como en esa corta historia de un ciempiés que entra en una zapatería con dinero para comprar únicamente un par de zapatos.

Amó a varias mujeres, de las que la última y más importante fue Ana, con quien compartió intensas y mágicas horas de contento y felicidad, con quien se casó y con quien tuvo a Julieta. Quiso mucho a ésta, y cuando iba a buscarla a la guardería, la cubría de flores que recogía aquí y allá durante el camino de regreso, quizá porque opinaba que la poesía es mas acción que palabra. Ejerció de hermano mayor mientras pudo, y después, invertidos los papeles, pasó a ser el protegido.

Le gustaban Coleridge, Cendrars, Hamsun, Robbe-Grillet, Bernhard, los grandes escritores rusos y el arte soviético de vanguardia. Matisse, Munch, y sobre todo Van Gogh, fueron sus pintores preferidos. Vivió como éste treinta y siete años, lo que no quiere decir mucho, pues dificilmente se puede medir mecánicamente el tiempo espiritual, cosa que él muy bien sabía, y por eso, cinco años antes de su muerte, había escrito: «Tengo 32 años; pero nadie sabe, ni siquiera yo, cuánto tiempo he vivido».

Le aterrorizaba asistir a actos públicos, lugares cerrados, hospitales, lo que no era, como algunos erróneamente interpretaron, una pose. Tanto es así, que no acudió a ver a sus sobrinas cuando nacieron, aunque les dedicó hermosas poesías, ni a las presentaciones de las novelas de su hermano, ni tan siquiera a la de uno de sus propios libros, La vida puede ser una lata. Poca gente del mundo literario y menos del artístico le conoció personalmente, lo que sin duda perjudicó la difusión de su obra, y habiendo leído lo anterior se concluirá que no es de extrañar, pues para conocerle había que esforzarse mucho más de lo razonable. A mí no me hizo falta. Tuve la enorme, compartida y terrible suerte de ser uno de sus siete hermanos menores. Se llamaba Pedro Casariego Córdoba, y yo afirmo que era un genio.

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