Nuestras palabras
nos impiden hablar.
Parecía imposible.
Nuestras propias palabras.

Nuestras palabras
nos impiden hablar.
Parecía imposible.
Nuestras propias palabras.

1983. Prosa

Manifiesto. Verdades a medias

(Barataria, nº 2, primavera de 1995; Verdades a medias, Espasa Calpe, 1999; este libro toma el título del breve texto que aquí se comenta)

El Manifiesto es un texto de apenas una página. El título se lo puso Pedro Casariego Córdoba (Pe Cas Cor) algo después de escribirlo, cuando decidió arroparlo con otros tres folios escasos, uno que le antecede y dos que le suceden, titulados Verdades a medias, que podemos fechar en 1983 (ambos textos los reproducimos íntegramente en el apartado «Manifiesto» de esta web). No sabemos cuánto tiempo antes, meses, años, había escrito el central, al que dio entonces un título solemne, en contraste con el otro, irónico y dubitativo.

En estos dos textos, unidos por el autor como pareja indisoluble pero diferenciada, se expresan e insinúan muchas de sus ideas, obsesiones, convicciones y actitudes. Por ello, se han elegido como una declaración de principios y tienen un apartado propio en este sitio web.

En ningún momento, aun pretendiendo transmitir a otros esas ideas, abandona un estilo metafórico: cada cual debe buscar la claridad por sus propios medios. Dentro del corazón de una persona hay más sabiduría que en todo lo que puedan enseñarle. Ahí está la verdadera lucha, en el interior de cada individuo. Y se debe pelear en silencio.

Para Pe Cas Cor, la escritura es fruto de una incontinencia, ya que mostrar los pensamientos más íntimos es signo de debilidad, y convencer al otro con palabrería es aún peor, pues nos despoja de lo más valioso que tenemos, lo que nos individualiza: nuestros errores. Quizá por ello, para no perderlos, sus consignas se contradicen sucesivamente, dejando como poso un rescoldo de rebeldía. Porque el Manifiesto es un grito de silencio, una protesta más que una propuesta. Un cabezazo contra la pared, la búsqueda de un resquicio para los benditos, para los inocentes, para la huída de las almas rebeldes. Ante los ojos de Mallick, el monje, el basurero, el buen cristiano silencioso y solitario en oposición al cura proselitista y embaucador, «la debilidad del rebelde / merece una piedad / mucho más / honda / que el océano / pacífico / de los mansos» (La voz de Mallick, 1981, fragmento de M. 74).

Así, la poesía escrita, de segunda categoría ante la auténtica o interior, se justifica si cumple con su obligación: revelar la naturaleza de la gran tragedia del hombre. Que es sentir hambre de infinito mientras ve pasar el tiempo, notar cómo crece y florece en su espíritu la semilla de la insatisfacción mientras trata de poner precio a todo, de medir, etiquetar, calibrar, definir, normalizar… Dios es quien, con irresponsabilidad de ludópata, plantó esa semilla en el hombre, y quien, con crueldad de tirano, se encarga de cuidarla. Por ello, el poeta de segunda, el que no es capaz de librar toda la batalla en su interior, debe al menos tener el valor de denunciarle, de increparle. Escupir hacia el cielo sabiendo que la ley de la gravedad, como todas, es necesaria, inevitable. Cruel.

Seguramente, Pe Cas Cor conocía la acepción de «manifiesto» como Santísimo Sacramento cuando se halla expuesto a los fieles. Desde luego, su Manifiesto no tiene nada de político; sí de artístico, y, podríamos decir, de místico. Los artistas son las estrellas invitadas en una función en la que los protagonistas son el hombre y Dios. Una función cuyo único escenario es nuestro mundo: el hombre no puede pedir el cielo cuando ni siquiera tiene la tierra. Preocuparse por el más allá es ocioso cuando la granada de la injusticia, la desigualdad esencial e imborrable, nos estalla entre las manos. Hay que transferir el mito de los valores espirituales a las acciones más modestas e inmediatas, a lo cotidiano. Aprender a disfrutar de lo que ahora, empapados de mentira metafísica, nos parece la nada, pues es todo cuanto tenemos. Ahondar en el amor a la vida. Y soñar lo indecible, ver cosas maravillosas… En La canción de Van Horne (1977): «Vanderbilt / en un descuido de H. / efectúa un rápido giro / pero tropieza / con el tobillo derecho de Zimmermann / y sus manos dibujan en el aire / una obra de arte / que nadie ve» (V. H. 50, fragmento).

Dios no es un santo, aunque en el cristianismo se le haya representado como uno de ellos, con virtudes y preocupaciones que le son completamente ajenas. Y al santificarle, al humanizarle, la religión de Dios perdió su fuerza y su verdad. Más tarde, con el arte y la cultura se quiso fundar la religión del Hombre, un vano y fatal intento de sustituir la caduca religión de Dios. Los sacerdotes de esta moderna religión son los artistas exteriores y los eruditos. Ellos han creado nuevas ligaduras que, además, ni siquiera sustituyen a las divinas: se suman a ellas. No las suplen, las suplementan. Normas, jerarquías, escuelas, teorías, camarillas, modas: ése es el producto de la cultura visible y del arte exterior, del arte tal como lo entiende la sociedad. La única manera de liberarse es enfrentarse a Dios con sus mismas armas: la ignorancia sabia, la brutalidad celeste. Con el corazón y la sangre, sin pretender haber encontrado razones donde no las hay, sin refugiarse en compensaciones mezquinas. Siendo, en fin, auténticos hombres, altivos en la renuncia, soberbios, dignos… y mortales.

En el Manifiesto apenas hay lugar para el humor, tan característico en la obra de Pedro Casariego Córdoba. Sin embargo, en Verdades a medias sí hay algunos toques de levedad, unas frases con tono humorístico, algunos juegos. El propio título, la autoría del ensayo inexistente, las secretarias afeitándose con una moral a prueba de bomba, el «cura parlanchín anclado a la sequía del púlpito», el remitirnos a uno de sus poemas «más desconocidos»… Y al final, un párrafo que deja abierta la vía de la redención a través del Otro, del amor. Para Pe Cas Cor, el amor de una mujer muy misteriosa.

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