Falsearé la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Falsearé
la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Esbozo del pintor con sombrero y mil manos tendidas

Artículo de Francisco Rivas

Diario 16, Culturas, 26 de junio de 1993, p. 10  y en Falsearé la leyenda, Ardora, 1994

No sé, y mucho me temo que nunca sabremos, si Pedro Casariego Córdoba habría llegado a ser un pintor, quiero decir un pintor como los demás, como lo son la mayoría de los pintores o de los que pasan por tales. Parece claro que sus problemas, los problemas que realmente le preocupaban, incluso aquellos que le llevaron a pintar obsesivamente en sus últimos años de vida, no eran los que preocupan a los profesionales del oficio. En ese período de cuatro años, sin embargo, pintó con empeño evidente y volcó sobre los tubos, pinceles y lienzos un caudal de imágenes y secretos, que, al tiempo, escamoteaba a la escritura, a la poesía.

Creo que también su escritura (varios libros publicados y un considerable número de obras inéditas) siempre fue una escritura poética, aunque sus problemas tampoco fueron los de uno de esos poetas al uso empeñados en cavar cesuras y en esculpir versos. Igual le ocurrió con la pintura, que, al margen de otras consideraciones, la practicó como quien se limita a «abrir el grifo» para dejar que el «torrente» manara a su través. Un torrente, repito, pues era palabra muy de su gusto, que brotaba caudalosamente desde un fondo insondable de imágenes y secretos donde todo es tan amargo y tan bello, tan inocente y verdadero que lo primero, antes de cualquier valoración, análisis o crítica, es agradecerle, aunque sea a título póstumo, el esfuerzo que hizo para permitir que nos asomáramos al mismo.

Pedro Casariego Córdoba procedía de una conocida saga de arquitectos originarios de Asturias, donde la pintura siempre fue algo más que una afición o pasatiempo. Su abuelo, Francisco Casariego, fue un cumplido ejemplo de arquitecto de profesión y pintor de vocación. Mi medio paisano José María Moreno Galván escribió una monografía sobre esa segunda faceta suya: «…un pintor, así como suena, con todos los títulos facultativos suficientes para ser considerado como tal, más como un adjetivo que como un sustantivo». Y añade más adelante: «Casariego era lo que era sin dejar de ser quien era». Palabras éstas que yo no dudaría en aplicar, salvando las distancias, a su nieto Pedro.

Sustantivamente, Pedro Casariego Córdoba tampoco quiso nunca ser un profesional de nada, ni escritor, ni pintor, ni pianista, ni gaitero. Si atendemos a sus escritos y a sus escasas declaraciones, parece que la figura o papel del artista, entre comillas, no le cuadraba. Tampoco la de arquitecto, economista, primogénito, o padre de familia. Quiso ser algo más, o no ser nada. Y seguramente fue las dos cosas. Un genio sin cartabón. Un talento sin causa. Uno de sus primeros textos, Verdades a medias. El artista en cuanto ser inferior, fechado en 1983, incluía una especie de manifiesto. Creía sinceramente que el artista verdadero no era aquel que firmaba, publicaba y vendía, o lo intentaba, determinados productos, asaz curiosos muchos de ellos, como obras de arte. Los que así actuaban eran, cuando más, «artistas de segunda fila». La insoportable sensación de colaborar a la impostura general no le abandonó nunca. Hasta el final se negó a reconocerse como pintor, a lo sumo como un usurpador que pintaba: «El azul y el amarillo se mezclan en el aire. El cielo es una bandera sueca. En frente de mí echan la siesta infinitos botes de pintura. Un casco casi medieval de motorista mira hacia la mesa de Martín. Estoy en la cama de Pablo. Soy un usurpador».

Pedro Casariego Córdoba fue uno de esos cometas que proceden del fondo del universo y, cuando se acercan o rozan nuestro pequeño mundo, siembran la alarma pero al tiempo nos fascinan. Como aquel que atraviesa uno de sus libros de versos, La voz de Mallick: «al instante / reconocí en el cometa / la SEÑAL que ya no esperaba / y supe que iba a indicarme la meta / de mi salvaje peregrinación por la nada más vacía». Las órbitas de esos cometas, decía Ramón Gómez de la Serna, son impredecibles para astrónomos y gitanos. Muchos textos, y sobre todo el último libro publicado por Pedro Casariego Córdoba, La vida puede ser una lata, tienen mucho de greguería, ácidas o dulces greguerías, muchas de ellas ilustradas por el autor como también hiciera Ramón con algunas de las suyas.

La estela de Pedro Casariego Córdoba incluye, entre otras maravillosas cosas, infinidad de dibujos y algo más de cien cuadros. En ellos hay imágenes inquietantes, poéticas, inolvidables. Y muchos sombreros. El suyo era de fieltro, pero recordaba lejanamente al de Van Gogh. Y muchas manos extendidas. Fue, él mismo lo decía, un «manirroto», manirroto con su talento y con su vida. Hay también chispazos misteriosos, pasos de baile, estrellas fugaces, monstruos simpáticos y antipáticos, cuentas del rosario que un ser extraordinario y, mal que le pesara, un pintor y un poeta, estuvo pasando, cuenta a cuento, cuento a cuenta, para contarnos cómo se sube y se baja, se baja y se sube de lo químico a lo cómico, de lo cósmico a lo doméstico, de la vida a la nada, de la nada a la gloria: «Hace / diez años / F. me dijo / que estaba a punto / de triunfar. / F. me dijo exactamente / esto: ‘Estás a punto / de comerte el mundo’. / Hoy pienso invitarle / a comer. Y él pagará / la cuenta». Y si no la paga él, no te preocupes, Pedro, invito yo.

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