Falsearé la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Falsearé
la leyenda
y ésta
me pertenecerá.

Entrevista para El Paseante

Cuestionario y edición de Jacobo Siruela

Esta entrevista apareció en el nº 1 de El Paseante (diciembre de 1985, pp. 99-102) como apoyo a la publicación en la revista del poemario La Risa de Dios.

P. C. C.– Hoy ha sido un día realmente terrible para mí. La perspectiva de tener que hacer esta entrevista ha estado hiriéndome, en cierto modo, durante algún tiempo, puesto que soy una criatura obsesiva. Me he hecho múltiples entrevistas, mientras estaba en el cuarto de baño afeitándome, mientras bajaba andando al bar de los obreros en Aravaca, mientras sentía en mi cara el beso del aire acondicionado en una cafetería. Me he entrevistado muchas veces logrando componer frases que se han ido desmoronando poco a poco… ¿Está grabando?

EL PASEANTE (Jacobo Siruela).– No, no está grabando, dime, ¿cuándo empezaste a escribir?

P. C. C.– Empecé hace ya tiempo a escribir, a los diecinueve años, un poema sin pretensión artística ninguna. Me encontraba en EE. UU. viviendo con una familia y bueno, yo, la verdad es que me hubiera gustado tocar el piano, pero como no había allí ese instrumento, pues me dediqué a escribir música, de alguna manera, con las palabras. Música bastante mala desde luego…

E. P.– Tu pasión por la música te lleva entonces a la poesía.

P. C. C.– La palabra pasión no es exacta. Yo lo que sentía era un verdadero odio por la música.

E. P.– No comprendo…

P. C. C.– Yo quería establecer un combate con la música. No es que realmente me gustara la música, sino que me perturbaba, me afectaba mucho y yo quería luchar contra ella. Yo trataba, sin mucho éxito, de derribarla, de hacer que se tendiera en el suelo, de hacer que la música muriera y fuera música silenciosa. Esto, por supuesto, no logré alcanzarlo, y dejé la música después de haber tocado en un club de jazz un par de veces, sin demasiado éxito de público y crítica.

E. P.– Y ahora, después de librarte de la pesadilla musical, ¿qué es lo que intentas? ¿Derribar también la poesía?

P. C. C.– Realmente, trato de encontrar una definición más amplia de lo que es poesía; una poesía de los sentimientos, interior, que no tenga ninguna conexión con la nevera del papel blanco. La poesía, desde luego, no es lo que yo he hecho hasta ahora, es lo que hace muchísima gente anónima, que con sus pensamientos, cuando están solos, con sus sonrisas, sus gritos desesperados y los latidos de sus corazones escriben sin saberlo en un alfabeto de carne y sangre. Para mí el único artista verdadero es el artista interior, el artista íntimo que no crea absolutamente nada sino dentro de sí mismo.

E. P.– Sin embargo, has escrito cinco libros con más de cien poemas cada uno…

P. C. C.– Mi forma de escribir es la imitación del torrente. Consiste simplemente en abrir un grifo y dejar que manen de ese grifo todos los líquidos y todos los cantos químicos posibles, tratando de hacer acopio de imágenes, robando palabras a los periódicos, expresiones a las gentes, términos a los diccionarios y luego batiéndolos todos para hacer una bebida que no resulte totalmente imposible de digerir.

E. P.– ¿Poesía de turmix?

P. C. C.– Sí (ríe).

E. P.– No, no estoy de acuerdo. Al principio es posible que tu poesía brote con automatismo. ¿Pero luego? ¿Estás seguro? Yo veo que inevitablemente incurres en un rito con la forma.

P. C. C.– En cierto modo siempre acabas cayendo en un rito con la forma, porque tú sabes que en el fondo estás traicionando un poco tus ideas, en cuanto a que la verdadera poesía es la interior. Entonces tú estás jugando el juego que juegan los demás y eso te lleva a querer ser aceptado, a manifestar una vez más la debilidad; entonces este turmix puro del alma lo pasas por un colador estético, y cuando el líquido ha pasado por este tamiz, bueno, lo viertes en una botella, pones un tapón y tratas de que alguien se lo beba.

E. P.– Y luego lo etiquetas con tu nombre.

P. C. C.– Sí, lo etiqueto.

E. P.– Pero, sin embargo, piensas que deberíamos tomar bebidas sin etiqueta ¡sólo bebidas anónimas y particulares! ¿No?

P. C. C.– Me gusta el artista que no hace lo que denominamos obra de arte. Pienso que los artistas que firman pasan a ser artistas de segunda fila. y realmente yo como firmo lo que he hecho y salgo en esta entrevista, etc. me coloco automáticamente como un artista de segunda, según mi propia escala de valores. y si lo hago, en el fondo, es por demostración de una debilidad, de un culto al yo y como justificación del tiempo que llevo perdido desde mi nacimiento hasta ahora.

E. P.– Entre el material que tengo tuyo recuerdo un pequeño manifiesto en el que difundes el ensayo de Manfred Kaltz titulado «El artista en cuanto ser inferior».

P. C. C.– En ese manifiesto hablo de que el artista concebido de forma ortodoxa es siempre un ser inferior. Yo defiendo un arte que se destruye al ser creado. El artista que escribe un libro o compone música está ya efectuando un trasvase de su alma con lo exterior que la deforma, ya que es imposible describir lo que sucede dentro de uno mismo. Siempre el artista será una persona que renuncia al silencio móvil del alma, y ha tratado de reflejar con un espejo totalmente imperfecto aquello que es realmente un poema interior. Por tanto el artista como ser débil, mutilado interiormente, no me interesa. El artista que no sabe que hace arte, realmente lo hace, porque el valor del arte es precisamente la espontaneidad, la fuerza, el entrechocar de células, el río de la sangre.

E. P.– ¿Tú crees que tu arte, tiene verdadera relación con la vida?

P. C. C.– Mi arte, mis letras, constituyen un saludo; mi vida compone más bien una despedida. Yo cojeo en cierto modo, pierdo pie, y mi literatura es encontrar la belleza de esa caída de ese tropiezo que sucede casi dentro de uno mismo.

E. P.– ¿Por qué no me hablas de tus argumentos? Tú rechazas la rima, el metro tradicional, y escribes en un estilo muy tuyo de verso libre, pero creo que lo que te interesa, sobre todo, es narrar ¿no?

P. C. C.– El hecho de que existan en buena parte de mis escritos argumentos, aunque existen también muchas poesías sueltas, obedece a que soy sobre todo un lector de prosa, porque me divierte más que la poesía, y luego, por otro lado, leo poca poesía, porque yo escribo poesía y trato de evitar influencias.

E. P.– Haces bien, casi todo el arte actual es puro manierismo. Pero volviendo a tus argumentos, me gustaría que desentrañaras alguno, que lo trataras de esclarecer.

P. C. C.–

E. P.– Por ejemplo El hidroavión de K.

P. C. C.– Bueno… la génesis del libro fue ver en una revista, creo que en el Domus, el mapa del trayecto de un tren, el Bart, en los EE. UU. Un tren muy bonito, ultramoderno, que atraviesa la zona de California. Aquello me atrajo mucho, no sé por qué. Entonces yo cogí los nombres de las estaciones y haciendo uso de mis conocimientos de inglés, los cambié, y con ello formé términos con significado. Por ejemplo, una calle que recuerdo ahora por donde pasaba el tren que era Powell street, puse Power street, la calle del poder. Así que hice una serie de deformaciones para describir el mundo por el que transitaba ese tren.

E. P.– En ese tren viaja un traficante de drogas, Contreras, y hay otra trama paralela con Kierkegaard, el empleado de la Lurie Company.

P. C. C.– Sí, cada cinco poemas aparece una descripción del viaje de Contreras, que tiene un nombre sudamericano o al menos en ese momento me lo parecía, y viaja con su maletín de drogas y va a un determinado lugar para vender su cargamento. Por otro lado está Kierkegaard que es un oficinista que trabaja en una gran compañía, que es la Lurie Company, y que está terriblemente enamorado de la secretaria de la compañía, que se llama Marie. El es un hombre insignificante, adocenado, monótono, sin ningún interés aparentemente, pero lo que pasa es que él es grande cuando sueña. Cuando el sueña en su pobre habitación, en la que vive solo, su mente encierra siempre sueños maravillosos. Por ejemplo, si nosotros entrásemos en la habitación de Kierkegaard cuando él está dormido, veríamos una gran pantalla en donde se va desarrollando lo que él sueña.

E. P.– También describes a un alcalde.

P. C. C.– Sí, el alcalde de la ciudad, es un ser absolutamente corrupto. Hace propaganda de una forma descarada. Hay bastantes slogans en el libro, como por ejemplo… DROGAS MAYORES PARA LOS MENORES DE EDAD. Vas viendo un mundo que se está hundiendo un poco a causa de gentes como Contreras, como el alcalde…

E. P.– Ya. En Maquillaje dejas el tema de las drogas, del poder y la corrupción y escribes un poema lírico del sexo y la violencia. Cuéntame…

P. C. C.– Bueno en este libro el escenario se traslada al Vietnam, a la ciudad de Hanoi. El libro tiene un tratamiento más lírico. Describe un mundo en el que es imposible llegar a un amor sin violencia. Gran parte del texto te habla de ese amor terriblemente violento en el cual los amantes se despedazan mutuamente. En esa realidad fantástica y real se deja una ventana de esperanza en la parte final del libro, lo que yo llamo la letanía, en la cual se plantea la posibilidad de llegar a un amor, tal como entendemos el concepto, sin que haya la necesidad de clavar las uñas en la garganta de la amada.

E. P.– En La risa de Dios, sin embargo describes un mundo fantástico, un mundo menos insoportable, una especie de teatro de sombras chinescas lleno de piruetas visuales. ¿Cómo salió la idea de este libro?

P. C. C.– La risa de Dios salió como un torrente, muy libremente. Este libro discurre en el distrito de la Luz Roja, que es un lugar poblado por asesinos, bailarinas y camareras, pero está teñido de una inocencia y una pureza absolutas. En este libro hay tres personajes principales que somos yo, Nadezhda, el inevitable personaje femenino, y Murray, que luego se llamará Markowitz. Lo que ocurre es que llevamos a Murray a un cuarto con la idea de que el paso del tiempo borre la memoria de su crimen y comenzamos a ver en ese cuarto, lo que yo llamo unas manchas mecánicas de tinta china; entonces aquello realmente nos maravilla y vemos que el tejemaneje de esas manchas nos permite expresar aquello que nosotros llevamos dentro, a través de aquellos pequeños seres de tinta que deambulan por la habitación.

E. P.– El libro comienza con unos versos que dicen: Nuestras palabras / nos impiden hablar / parecía imposible / nuestras propias palabras /.

P. C. C.– Para mí esto explica el problema de la incomunicación. No son nuestras palabras lo que nos permite expresamos en esa habitación sino aquellas pequeñas manchas mecánicas que tenemos en nuestro interior.

E. P.– El relato se corta en cambio, bruscamente, con el eco de una angustia final.

P. C. C.– Sí. El libro tiene un tono inocente, lúdico, que se derrumba al final con unos versitos que dicen: Mi angustia / es el eco / de la risa de Dios /. Esto no es más que la angustia que late también en ese mundo, que reviste a todos sus personajes a pesar de que son seres inocentes. Esto les revela la existencia de un Dios que está por encima de nosotros, que incluye tanto las cualidades atribuibles por todas las religiones, de bondad, etcétera; pero que incluye también lo que nosotros atribuimos artificialmente al Diablo. En el fondo, lo que dice este libro es que si hay un ser superior, en el que yo creo, ese ser debe contener a la vez, puesto que ha creado todo, el bien y el mal; debe ser a la vez bueno y malo. No es una visión dualista, sino que hay un Dios que no es ni bueno ni malo sino que juega con nosotros. Todo ese juego del principio es el juego que hace Dios con nosotros como piezas, como fichas.

E. P.– Dios entonces es un adversario, como el Demiurgo de los gnósticos, que se está riendo de tu vida, de todas nuestras vidas, ¿no es eso?

P. C. C.– En cierto sentido todas las vidas son una misma cosa, ya que cada vida es una cuerda. Pero unas cuerdas sirven para saltar a la comba y otras para ahorcarse con ellas. Bueno, ¿empezamos a grabar?

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