Nuestras palabras
nos impiden hablar.
Parecía imposible.
Nuestras propias palabras.

Nuestras palabras
nos impiden hablar.
Parecía imposible.
Nuestras propias palabras.

1986. Prosa

cuaderno rosa

Verdades a medias, Espasa Calpe, 1999 –sin dibujos–

Es un pequeño cuaderno, con muchas de sus páginas manuscritas y algunos dibujos de tipo abstracto, como jeroglíficos o pictogramas que guardan un mensaje secreto, en las últimas hojas. El texto, en un único bloque temático en el que se satiriza la poesía, sigue la línea desenfadada de los cuadernos anteriores, incluso acentúandola: es un divertimento privado escrito para la que sería su mujer, sin mayores pretensiones, pero también con los aciertos que permite una libertad total en la creación.

Éste es el comienzo:

Un cochazo de diplomático aplastó una rosa perezosa y apareció este cuaderno. No hay que hacerse el incrédulo. Cosas así pasan todos los días. Pasan las horas y pasan los prodigios. Todo sin estruendo. Es algo tan vulgar y natural como una vuelta al ruedo o la madre de un torero salmantino. Yo no estoy en contra de la fiesta de los toros. La verdad pura y simple (¿qué verdad no es pura y simple?) es que la fiesta de los toros me importa un rábano, ni fu ni fa. No creas que soy uno de esos que se avergüenzan de ser españoles por tener eso de los toros como fiesta nacional. Soy español por los tres costados. Te preguntarás qué demonios pasa con mi cuarto costado. Aquí tienes la respuesta: me lo robaron en pleno día unos mozalbetes de tres al cuarto. El más bigotudo dijo: «Dame uno de tus costados, que he perdido uno de los míos en el bingo». Y yo se lo di. ¿Qué otra cosa podía hacer? No domino las artes marciales, y las otras artes de poco sirven en casos como el que lees. Parece mentira, pero estoy tratando de escribir un poema de amor para ti. Pensaba empezar el poema con estos versos:

«Tú me has enseñado
que la carne de mujer
no es lo mismo que la carne de vaca».

Luego hablaría de la ternura y la ternera, todo lleno de metáfora, camas con chinches, mataderos y música de muelles. El poema parecía terminado, redondito y perfecto. . . cuando en realidad no había sido capaz de comenzarlo. Escribir un poema es igual que comer un bocadillo de queso. Si uno se atreve a morder el pan antediluviano y el queso de penicilina y no se parte un diente o se lesiona una muela o sencillamente grita a causa del mal sabor, si uno mastica heroicamente, la victoria es segura.

Pero en mi caso lo que ocurre es que ni siquiera tengo el bocadillo de queso. Son las tres de la madrugada, un gato imitamonos ladra en la calle desierta, y en mi despensa no hay una gota de queso ni un trago de pan. Además tampoco tengo mis calzoncillos mágicos. Cuando necesito escribir un poema de amor a una cajera de supermercado, a una niña negra o a una de esas señoras jubiladas que cocinan como los mismísimos ángeles, me pongo mis calzoncillos mágicos, meto primera y a volar: todo marcha entonces mágicamente. Pero resulta que mis calzoncillos poéticos están en la tintorería, y a ver quién es el guapo que los recupera a estas horas, a ver quién los saca de una tintorería equipada con alarmas y todos los adelantos imaginables y más.

Como eres una chica que se las sabe todas, una de esas chicas que no paran de sospechar y recelar, quizá creas que no escribo tu poema porque soy un tipejo perezoso, un haragán, un sujeto indeseable. Pues bien, te equivocas por una vez. Mi desidia y mi abulia no tienen nada que ver con lo del poemita. Lo que acontece (¡cómo me gusta el verbo «acontecer», casi me gusta tanto como apoyar mi cabeza en tu vientre!) es que estoy muy deprimido, y me da la sensación de que ni siquiera soy un mal sujeto: soy como mucho un complemento directo. . . Me siento como un complemento circunstancial de lugar, y el lugar es el infierno, este pisito de soltero que sólo visitan la casera (que no es precisamente una gaseosa) y las cucarachas que entrada la noche corretean por la ducha sin la menor intención de lavarse las axilas. (¡Qué deliciosa es la palabra «axila»!; te pido que la pronuncies cien veces en voz muy alta, y si al acabar no te sientes celestialmente feliz, te devolveré los diez billetes que cogí el sábado de tu cartera cuando te fuiste al cuarto de baño).

Ya que hablamos de cuartos de baño, te confiaré un secreto. No hay nadie tan trabajador como «mi» cuarto de baño. Lo compartimos 16 vecinos y siempre, siempre está muy ocupado. Ayer llevaba una semana y media sin poder lavarme. Me sentía angustiadísimo porque tú ibas a venir a verme con tu camisón invisible de jabón «Lux». Derribé la puerta del cuarto de baño y me metí de un salto en la bañera, donde me esperaban (es un decir) la casera, que se tapó los pechos con un dedo, el dedo meñique, y el contable del 4º, que se dedicaba a repasar el balance anual de su empresa Producciones Ana Sandra. Le dije al contable que le ayudaría a repasar la contabilidad (para algo soy licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales) y entre los dos expulsamos a la casera, la dama menos apetitosa de la vieja Europa.

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